La 335
Los recuerdos de la infancia tienen la magia de refugiarse en los lugares más insólitos, en las cosas más pequeñas y como en este caso, en un simple número… 335. Así escrito poco o nada dice, pero…¡cuánto encierra!
La historia de este recuerdo se remonta a muchos años atrás. Mi querido y siempre recordado padre, era maquinista ferroviario. Mis hermanos y yo aprendimos a querer a las locomotoras, a entender su silbato, ya que nuestro padre, cuando pasaba manejando una de ellas, nos hablaba en un idioma en clave, que él y nosotros conocíamos, haciendo sonar el estridente silbato. Nosotros lo veíamos desde nuestra casa, nuestra humilde casa ubicada en la pampa entrerriana, y trepado a los árboles, agitábamos pañuelos respondiendo su llamado.
Muchas veces nuestro padre nos llevaba a pasear en “su” locomotora. Era la 335 y los peones y vaporistas, a pedido de él, la tenían hecha un chiche, como mi padre decía. Exactamente el Holt y Basavilbaso, mis hermanos y yo disfrutábamos de ese mágico recorrido de curvas y contracurvas, puentes ríos, arroyos, cañaverales. Era un viaje lleno de alegrías, de risas, de cálido afecto.
Pero he aquí lo más lindo. Hace poco en uno de nuestros frecuentes viajes a Lynch, donde aún llegan esas viejas locomotoras del viejo F.C.E.R. encontramos a la 335. Yo soy un hombre maduro y no me avergüenza decir que al verla se me llenaron los ojos de lágrimas y, acercándome hasta ella, la acaricie como si se tratara de un sueño. Por un instante me vi otra vez pequeño, de la mano de mi padre, ese hombre humilde y laborioso que me dejó la mejor herencia que puede dejarse a un hijo: su noble ejemplo.
Miguel Angel Troyelli
Los recuerdos de la infancia tienen la magia de refugiarse en los lugares más insólitos, en las cosas más pequeñas y como en este caso, en un simple número… 335. Así escrito poco o nada dice, pero…¡cuánto encierra!
La historia de este recuerdo se remonta a muchos años atrás. Mi querido y siempre recordado padre, era maquinista ferroviario. Mis hermanos y yo aprendimos a querer a las locomotoras, a entender su silbato, ya que nuestro padre, cuando pasaba manejando una de ellas, nos hablaba en un idioma en clave, que él y nosotros conocíamos, haciendo sonar el estridente silbato. Nosotros lo veíamos desde nuestra casa, nuestra humilde casa ubicada en la pampa entrerriana, y trepado a los árboles, agitábamos pañuelos respondiendo su llamado.
Muchas veces nuestro padre nos llevaba a pasear en “su” locomotora. Era la 335 y los peones y vaporistas, a pedido de él, la tenían hecha un chiche, como mi padre decía. Exactamente el Holt y Basavilbaso, mis hermanos y yo disfrutábamos de ese mágico recorrido de curvas y contracurvas, puentes ríos, arroyos, cañaverales. Era un viaje lleno de alegrías, de risas, de cálido afecto.
Pero he aquí lo más lindo. Hace poco en uno de nuestros frecuentes viajes a Lynch, donde aún llegan esas viejas locomotoras del viejo F.C.E.R. encontramos a la 335. Yo soy un hombre maduro y no me avergüenza decir que al verla se me llenaron los ojos de lágrimas y, acercándome hasta ella, la acaricie como si se tratara de un sueño. Por un instante me vi otra vez pequeño, de la mano de mi padre, ese hombre humilde y laborioso que me dejó la mejor herencia que puede dejarse a un hijo: su noble ejemplo.
Miguel Angel Troyelli
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